Y pese a todo convergencia.




Le ajustaba la vida, era evidente, le apretaba tanto como su vieja chamarra de fondo remendado, vestigio incómodo de tiempos menos robustos, y al igual que ella, no dejaba de implorarle cada día, a cada instante, que ya no creciera.    

Se le caía el ánimo si no se lo ajustaba firmemente con el cinturón y las agujetas de sus zapatos se rompían al menor esfuerzo, roídas por la indiferencia que desde hace meses se instaló en su casa.

Caminaba por los días arrastrando sus viejos zapatos, manchados lo mismo de lodo que de sueños caducados, oculto siempre bajo una pesada capa de detalles y gestos que ya no eran de su talla y que solamente lo hacían lucir más desgarbado. Su forma se perdía bajo una pesada capa de mortajas de versiones viejas de si mismo.

Pero quizás lo que le resultaba más duro era aguantar esa mirada llena de reproche que lo confrontaba todas las mañanas desde el espejo, no era el mismo, y resultaba absurdo por pura nostalgía pretender que lo seguía siendo. 

Pero esta mañana era diferente, inusualmente radiante, de un aroma especial, era como si la brisa finalmente hubiera decidido apiadarse de su ventana mal ubicada y no pasar de largo como tantas veces. Al fin se había decidido, no estaba dispuesto a seguir a la espera de esa mujer con la que compartía la vida, de esa mujer que aunque estuviese siempre a la vuelta del pasillo, no terminaba de llegar nunca.

Era hora de dejar todo atrás, decidió marcharse sin nostalgias, aún si estas conservaban la calidez y el aroma de tantos bellos momentos. Dejó incluso la vieja chamarra pues estaba seguro de que a donde iría no la necesitaría, estaba decidido a encontrar un lugar donde el frío no mordiera. Finalmente era el momento de romper con todo, de dejarse de paternalismos no solicitados, de cortesías nunca correspondidas y cariños de un solo lado. Nada lo ataba ahí, ni siquiera sus promesas, pues estás nunca fueron eternas, siempre las terminaba con un claúsula de recesión, con un "mientras tú así lo quieras" y desde hace tiempo que no le quedaba alguna vigente.  

Bajó corriendo por las casi interminables escaleras que ataban su viejo departamento en el quinto piso con el vestíbulo del lúgubre edificio donde vivía, paso tan a prisa que apenas si percibió el pesado olor ocre que tanto odiaba, el único constante cuando de salir a su encuentro se trataba. Cruzó la puerta que daba a la calle y sus ojos peleron por adaptarse rápidamente a la súbita abundancia de luz... más nunca lograron hacerlo, ni bien plantó los pies en la banqueta fue arrollado por un repartidor, muerte instantanea dijeron, su cuerpo quedó inerte bajo la motocicleta de una pizzería cercana, "No necesitas esperar por lo bueno, 30 minutos o menos", aún se podía leer en el slogan.

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