Elucubraciones: de despedidas y nostalgias


Este febrero ha sido un febrero un tanto raro. Regularmente lo más relevante del mes suele ser el cumpleaños de mi hermana y el 14 de febrero, una fecha que extrañamente me gusta bastante y que por distintas circunstancias cada año, se ha vuelto difícil de ignorar.

Sin embargo ahora hay otra fecha para destacar en mi calendario, 7 de febrero. No soy fanático del futbol americano, no me apasiona y probablemente nunca lo hará, mas en esta ocasión dediqué un poco más de atención de la acostumbrada al partido entre Broncos y Panteras buscando encontrar en él algún pretexto para distraerme mientras mis pensamientos regresaban cada pocos minutos al teléfono y a la llamada que sabía no tardaría en llegar.

Y así fue, uno de mis tíos me llamó para darme la noticia, mi abuela, después de unos días difíciles en el hospital, finalmente estaba descansando.

No es fácil digerir este tipo de noticias, así como tampoco fueron sencillos los días previos. Desde que fui consciente de su estado y del inminente desenlace, era estar pensando en ello casi todo el día, sobre todo el no poder estar ahí con ella acompañándola, o a la familia, los poco más de 1300 km distancia de por medio pesaban más que nunca.

Aunque soy alguien de familia católica a quien desde chico se le inculcó la religión, iba a clases de catecismo, con algo más de esfuerzo, también a misa los domingos, y aún cuando incluso hoy sé de memoria la mayoría antífonas y demás, la realidad es que hace tiempo me alejé de todo ello en busca de mi propio camino y mis propias respuestas. A lo que voy es que no tengo el consuelo que muchos encuentran en la religión cuando de este tipo de situaciones se trata, sin embargo no es algo que eche de menos, estoy muy en paz con lo que es la muerte, ya sea como conclusión de una historia o como el comienzo de algo más.

Y sin embargo eso no impidió que la semana previa sintiera cierta sensación extraña en el estómago acompañándome todo el tiempo, que sintiera cierta presión en el pecho cada que sonaba el teléfono o llegaba un nuevo mensaje. Que sintiera la piel delgada como papel albanene y anduviera temeroso, rehuyendo de cualquier gesto de mínima emotividad por temor a que me arrancara algunas lagrimas.

El sábado previo a su fallecimiento, me acosté en mi cama y empecé a recordar muchos de los mejores momentos que viví con ella, mis primeros años viviendo en su casa, su figura pequeñita, sus lentes enormes, su risa, su manera de hablar, su gestos, como cocinaba, como iba siempre a mis fiestas de cumpleaños caminando, aunque su casa y la nuestra no estaba precisamente cercanas; como le robaba unos pesos a su pensión para dármelos aunque nunca se lo pidiera, solo por el gusto de hacerlo; el que me llamara Jorge de vez en cuando aunque nadie me llama por ese nombre, el que me viera y viera también en mí a mi padre, que me lo dijera; el cariño que siempre nos demostró a sus nietos, todo.

Lloré y lloré mucho, y no era tristeza, era una nostalgia por ella y por todos los momentos felices a su lado, también un poco de pesar de que ya no podría seguir haciendo toda esas cosas por nadie más.

Creo que lloré tanto esa noche que ya no volvía a llorar en los días posteriores, ni en su velorio, ni en su misa, ni en su sepelio, aunque aún hoy se me quiebra la voz un poco cuando intento hablarle a alguien más de ella.

Me siento bien de haber podido ir a despedirla, de haber sido de ayuda y de haber apoyado a la familia en esos momentos, de haber estado ahí, junto a mi hermano, en  representación de mi padre, no como él hubiera estado pero si lo mejor que pude. Y me siento bien de haber contribuido aunque sea un poquito a cumplir su voluntad de traerla de regreso al pueblo que tanto quería, a descansar junto a su hijo, porque uno de sus deseos fue que la enterraran junto a mi padre, un gesto que me conmovió hasta las lágrimas por la fuerza atemporal que demostró su amor de madre.

Un febrero raro como dije, porque también fue para mí descubrir nuevos lazos, que hay personas a las que quiero y que aunque son relativamente nuevas en mi vida, también me quieren y se preocupan por mí, que me apoyan. Fue también reencontrarme y estrechar lazos con parte mi la familia que no siempre tengo oportunidad de ver.

Siento que con el viaje regresé a mi pueblo a enterrar también a un poquito del niño que aun queda en mí, supongo que así es siempre, parte de crecer, solo espero que el hombre que quede sea algo que valga la pena, por mi abuela, por las personas que me importan, más me vale intentarlo con todas mi fuerzas para que sea así siempre.

Un poco después pero antes me hubiese resultado imposible intentar ponerlo en palabras. Descanse en paz Yaya Santiago de Franco, mi "nana Yaya" (porque me consta que Leonarda nunca le gustó que llamaran).

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